2016/05/29

El Abogado - Arkadi Avérchenko

 

EL ABOGADO

Cada fracaso le enseña al hombre
algo que necesitaba aprender.
Dickens

Law_

I

—Puede usted felicitarme —me dijo un joven conocido con su rostro redondo iluminado por una sonrisa de felicidad—. Acabo de obtener el título de abogado.

—¿De verdad?

—¡Palabra de honor! —dijo con gravedad.

—¿No se trata de una broma? —le pregunté.

—Amigo mío —contestó en tono docente—; los hombres que como yo constituyen la guardia de honor de la Ley, no bromean. Los defensores de los oprimidos, los escuchas de las grandes tradiciones jurídicas, los pontífices del templo de la Justicia no tienen derecho a bromear...

Y después de mirarme unos instantes en silencio, sin duda para comprobar el efecto que sus importantes palabras me habían producido, añadió:

—¿Necesita usted los servicios de un abogado?

Me di una palmada en la frente.

—¿Cómo no he de necesitarlos? Nosotros, los directores de periódicos, somos a menudo víctimas de persecuciones... La semana que viene seré procesado, con motivo de la noticia que publiqué sobre la barbarie de un oficial de policía.

—¿Qué ha hecho ese oficial?

—Le pegó una paliza a un judío.

—No lo entiendo. Si quien le ha pegado la paliza al judío ha sido el oficial ¿Por qué le van a juzgar a usted?

—Porque esta prohibido publicar noticias de este género, que al parecer menoscaban el prestigio de las autoridades. Sin duda la paliza ha sido confidencial, no destinada, en modo alguno, a la publicidad.

—Bueno. Me encargo de ese asunto, aunque es difícil, muy difícil.

—No sabe cuánto lo celebro. Usted me dirá cuáles serán los honorarios...

—Los que cobran todos los abogados.

—Le agradecería que fuera un poco más explícito.

—¡El diez por ciento, hombre de Dios!

—¿De modo que si me condenan a tres meses de cárcel, usted estará en chirona nueve días en lugar mío?... Estoy dispuesto a cederle a usted el cincuenta por ciento.

El joven jurisconsulto repuso con ribetes de desconcierto:

—¿Pero es que no va usted a solicitar una indemnización pecuniaria?

—Me gustaría saber a quién. ¿Al Tribunal? ¿Al oficial de policía? ¿Al judío, porque, al permitir que le pegasen, ha sido en cierta forma la causa de un procesamiento?

El joven abogado estaba completamente desconcertado.

—¿Quién me pagará entonces? Como usted supondrá, no voy a trabajar de balde. El título me ha costado un ojo de la cara.

—Como se trata de un proceso político...

—En los procesos políticos, ¿no cobra el defensor?

—Si es un abogado que se estima, no.

—¡Pues nada, no cobraré ni una «copeica»! ¡Haré ese sacrificio en aras de la libertad!

—¡Gracias! ¡Choque la mano!

II

El joven me explicó la base de su defensa.

—Usted dirá —me aconsejó— que no ha editado tal noticia.

—¡Alto! El periódico en que la noticia ha sido publicada servirá a los jueces de pieza de convicción.

—¿Ah, sí? ¡Qué imprudencia ha cometido usted...! Entonces será preferible que declare que el periódico no es de su .propiedad.

—¡Pero si figura mi nombre bajo el titulo y junto a la palabra «director»!

—Pero si usted afirma que no lo sabía...

—¡No, no puede ser! Nadie ignora en Petersburgo que el director del periódico soy yo.

—Pero el tribunal no llamará a deponer a todo Petersburgo... Por otra parte, puede decir que la noticia ha sido publicada en ausencia de usted.

—Sería una mentira inútil a todas luces: como director soy responsable de cuanto se publica en el periódico.

—¿Ah, si?... ¡Vaya, vaya...! Y dígame: ¿por qué ha publicado usted esa noticia tan estúpida?

—¡Hombre!

—¿Qué necesidad tenía usted de inmiscuirse en un asunto privado entre un policía y un judío? ¡Ustedes, los periodistas, se meten en todo!

Bajé los ojos avergonzado, arrepentido de mi inconsciencia.

El joven se apresuró a cambiar de tono al ver mi remordimiento.

—En fin, no soy yo el llamado a acusarle: de eso se encargarán los jueces. Yo soy su defensor. ¿Y qué duda cabe de que saldrá usted absuelto?

III

Cuando entramos en la Sala, mi abogado palideció tanto, que me creí en el caso de decirle al oído, sosteniéndole, temeroso de que se desmayara:

—¡Ánimo, amigo mío!

—¡Es maravilloso! —susurró tratando de disimular su turbación—. La Sala está casi vacía, a pesar de tratarse de un sensacional proceso político.

En efecto, los únicos bancos públicos ocupados lo estaban por dos estudiantes que, sin duda, habían leído en la prensa la noticia de mi proceso y querían verme condenar. O quizá estaban resueltos a ejecutor algún acto heroico para salvarme. ¿Quién sabe? Su aire era en extremo decidido, y se leía en sus rostros un odio feroz a nuestro régimen político y un amor sin límites a la libertad. Acaso su propósito fuera sacarme a viva fuerza de la Sala si el veredicto era condenatorio, y huir conmigo a las praderas del Oeste salvaje, destinadas a ser escenario de mis tremebundas hazañas.

Sin prestar apenas atención, oí la lectura del acta de acusación. Mi pobre abogado atraía casi por entero mi interés, porque su aspecto, en aquel momento, era muy perecido al del héroe de la obra del Víctor Hugo: «El último día de un condenado a muerte».

—¡Ánimo! —volví a aconsejarle.

—El señor defensor tiene la palabra —dijo con acento majestuoso el Presidente, una vez terminada la lectura del acta.

Mi abogado continuó hojeando sus papeles, como si aquello no le interesara poco ni mucho.

—El señor defensor tiene la palabra.

—¡Empiece usted su discurso! —susurré, dándole al joven un codazo en la cadera.

—¿Qué...? ¡Ah, sí! ¡En seguida!

Se puso en pie. Se tambaleaba. «Este muchacho —pensé— va a desplomarse encima de mí»

—Suplico a los señores jueces que aplacen la vista del proceso —balbuceó.

—¿A santo de qué? —exclamó atónito el presidente.

—Para citar testigos.

—¿Con qué objeto?

—Con el de probar que cuando se publicó la noticia de autos, el condenado...

—El acusado —rectificó el presidente—. No se le ha sentenciado aún.

—Ha sido un «lapsus», señor presidente. Con el fin de probar que cuando se publicó la noticia de autos el condenado, digo el acusado, estaba fuera.

—Es indiferente. Como director es responsable de cuanto se publica en el periódico.

—¡Ah, naturalmente, me había olvidado! Sin embargo, yo creo que...

Mi mano agarro convulsivamente el faldón de la levita del abogado y tiré con violencia.

—¡No reitere usted! —cuchichee.

El letrado se encaró conmigo. Su palidez iba en aumento. Sus temblorosas manos se apoyaban en la mesa.

—¿Que no reitere? De acuerdo... Señores jueces, señores jurados...

Nuevo estirón

—Jurados, no. ¡Aquí no hay jurados!

—Es lo mismo... Señores Jurados, si los hubiera, que debía haberlos aquí en representación de la opinión pública...

Campanillazo presidencial.

—Ruego al señor defensor que se abstenga de toda manifestación política personal.

—Señor presidente... El calor de la improvisación...

Largo silencio. El orador ya no estaba pálido: estaba sencillamente lívido. De repente, con la brusca resolución de un jugador desesperado que apuesta a una carta todo el dinero que le queda, gritó:

—Señores jueces: tengo el honor de manifestarles que en el supuesto delito de mi defendido concurren circunstancias excepcionales.

Expectación. «¿Qué excepcionales circunstancias serán esas?», pensé.

—¡Declárelas su señoría!

—¡Al punto, señor Presidente! Señores jueces: mi defendido es inocente. Es un hombre— le conozco a fondo— incapaz de delinquir. Su moral es elevadísima.

El joven abogado consumió de un trago un vaso de agua.

—¡Palabra de honor, señores jueces! Mi defendido, testigo presencial de la paliza policíaca...

—¿Yo? —protesté en voz baja— ¡No siga por ese camino!

—¿No? Bueno... no diré que fuese testigo presencial de la paliza policíaca, pero... señores jueces, la vida de nuestros periodistas es un verdadero calvario de privaciones y miseria. Pesan sobre ellos multas, confiscaciones, denuncias... Y con harta frecuencia están faltos, ¡ah, señores!, hasta de un pedazo de pan que llevarse a la boca. Hallándose mi defendido, periodista entusiasta, periodista de los que ponen toda su energía en el ejercicio de su profesión; hallándose mi defendido, señores, en una situación económica desesperada, compareció en su casa un judío que le relató su caso: un oficial de policía le había pegado; y le ofreció determinada suma de dinero por publicar la noticia en su periódico. La tentación, señores jueces, era demasiado fuerte y mi defendido...

—¡Señor letrado! —interrumpió lleno de asombro el Presidente.

—¡Déjeme su señoría continuar! —chilló mi defensor en un verdadero frenesí de audacia—. Mi defendido redactó la noticia para ganarse el pan. ¿Es eso un delito? ¡Yo os aseguro, con la mano sobre el corazón, que no lo es!

Tosió, bebió otro vaso de agua y. llevándose la mano al lado izquierdo del pecho, prosiguió:

—Mi cliente posee una conciencia tan limpia como la nieve que blanquea las sublimes cimas del Everest. Es, sencillamente, la víctima de las dificultades de la vida, de la miseria, del hambre. Mi defendido, señores jueces, es, asimismo, una de las grandes esperanzas de nuestras letras si le condenáis... Mas no, no le condenaréis, no osaréis condenarle... ¡Cuarenta siglos os contemplan!

—El acusado tiene la palabra —dijo el Presidente, en cuya faz seria y avejentada se dibujó una imperceptible y disimulada sonrisa.

Yo me levanté e hilvané el siguiente discurso:

—Señores jueces: permitidme algunas palabras en defensa de mi abogado. Es un joven que acaba de recibir su título ¿Qué sabe de la vida? ¿Qué ha aprendido en la Universidad? Aparte de unas cuantas artimañas jurídicas y cuatro o cinco frases célebres, lo ignora todo. Con este bagaje científico que cabe en una punta de un pañuelo, empieza hoy a vivir. ¡No le juzguéis demasiado severamente, señores jueces! Tened compasión del pobre mozo y no consideréis un crimen lo que no es sino ignorancia y candidez. Además de jueces, sois cristianos. Yo apelo a vuestra generosidad y a vuestros sentimientos religiosos y os ruego que le perdonéis. Tiene aun toda una vida por delante y se corregirá con el tiempo. Estoy seguro, señores jueces, de que obedeciendo a los impulsos de vuestros nobles corazones, absolveréis a mi abogado en nombre de la verdadera justicia, en nombre del verdadero derecho.

Mi discurso emocionó mucho a los jueces. El abogado se llevó el pañuelo a los ojos.

Cuando los jueces acabaron su deliberación y ocuparon de nuevo sus asientos, el presidente declaró:

—El acusado ha sido absuelto.

Poco amigo de frases ambiguas, yo me apresure a preguntar:

—¿Qué acusado?

—Los dos. Usted y su defensor.

Mi defensor fue felicitadísimo. Los dos estudiantes parecían un poco defraudados; sin duda hubieran preferido que yo huera víctima ele la injusticia social.

Mi abogado y yo salimos juntos de la Audiencia y nos encaminamos a Telégrafos, donde mi abogado puso un telegrama que rezaba así:

<Apreciada mamá: Acabo de darme a conocer como abogado, defendiendo procesado político. He sido absuelto.—Nicolás>

 

Arkadi Avérchenko.

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